Los últimos aborígenes de una comunidad que le enseñan su dialecto al nieto más pequeño.

Los que adoptan un gato en la calle.

Los que hacen una donación anónima.

Los que hacen tres conexiones de transporte público para seguir estudiando.

Los que no salen ilesos de un poema.

Los que hacen arte en el infinito mundo digital y se arriesgan a soñar que un día vivirán de eso.

Los que escriben música y no se venden a ningún productor.

Un padre que acepta la elección sexual de una hijo, aunque no la entienda.

El obstinado que corre. Cuando llueve, cuando es invierno y cuando hay sudestada.

Los bosques de Australia que renacen de las cenizas.

Un emprendedor que quebró tres veces y hace anotaciones de su próximo proyecto.

Los que no pueden dormir las noches de luna llena porque extrañan a alguien.

Los que no se callan y tienen la conversación incomoda que hay tener.

El que sigue teniendo vocación aunque el sueldo no sea justo.

Uno de derecha y uno de izquierda que pueden compartir un cafe sin ironías.

Dos amigas que se celebran religiosamente los viernes con una cerveza.

Los que son amables con la naturaleza.

Los que siguen haciendo promesas al oido.

Los que leen cuentos a un niño antes de dormir.

Los que eligen el otoño como estación preferida.

Los que aprenden a bailar a los 73.

Los que no le tienen miedo al olvido.

El escritor que se queda sin luz y prende una vela, o un fuego.

“El que es feliz con lo que tiene” más veo del mundo y más vuelvo a esta frase trillada, tan dicha que hasta suena boba.

EL QUE ES PUTAMENTE FELIZ CON LO QUE TIENE.

Ellos, todos ellos no son más que aciertos, pequeñas coincidencias dispuestas desprolijamente en el universo infinito. Con el único propósito de hacernos creer, que todavía, y a pesar de todo, se puede creer en la humanidad.